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Crímenes literarios

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Tuve un amigo que, cuando le invitaban a comer en uno de esos restaurantes multiestrellados (él era una persona sensata y nunca iba a esos antros a costa de su propio bolsillo), pasaba por alto los platos deconstruidos y esferoidales y pedía como aperitivo una tortilla a la francesa. Su teoría era que un buen profesional de la cocina se revela en el plato más sencillo, no parapetado tras la alquimia de procedimientos mas nigrománticos que culinarios. Algo parecido puede ocurrir en literatura. Algunos novelistas «serios» se permiten desdeñar a Agatha Christie pero cuando a su vez pretenden escribir un relato policíaco que «trascienda» el género les sale un engrudo farragoso que desanima a cualquier aficionado. Hay excepciones, claro: William Faulkner es autor de Humo, quizá uno de los cuentos mejores de trama detectivesca que se han escrito. El caso no es frecuente ni reversible: desde luego no está al alcance de cualquiera escribir Crimen y castigo pero tampoco El asesinato de Rogelio Ackroyd. Los lectores no excluyentes no pensamos prescindir de ninguno de los dos; en cuanto a los pedantes del meñique en alto, ellos sabrán con que disfrutan y si realmente les gusta disfrutar.

Arturo Pérez- Reverte es un excelente narrador curtido en diversos géneros en los que siempre se desenvuelve bien. Ahora se ha puesto a sí mismo el desafío de la «tortilla a la francesa», es decir, escribir una novela clásica de enigma criminal a lo Conan Doyle y hay que decir que El problema final puede contentar incluso a los aficionados mas quisquillosos al género como yo mismo. Al gremio de aficionados al que me refiero nos indigna la perpetua confusión  entre la novela policiaca (o mejor: detectivesca, porque sus protagonistas más célebres no fueron policías profesionales y hasta se consideraron rivales de éstos) y la novela negra, el thriller, la escuela americana. «Me gustan las novelas policiacas», confiesa uno en un momento de debilidad, temiendo escuchar una regañina despectiva en nombre de Marcel Proust o Thomas Mann. Pero lo que te contestan es peor: «Claro, a mí también. ¡Ah, Chandler, Hammett, Mike Spillane!». Los mas cultivados han oído mencionar a Agatha Christie, aunque la descartan por «ñoña», pero ninguno exclama «¡Ah, John Dickson Carr, Freeman Willis Croft!». Algo sobre éste último: sus novelas-problema eran muy apreciadas por Raymond Chandler, que no practicaba ese modelo pero lo disfrutaba; durante cierto tiempo, creí que Claude Chabrol (amante de El tonel) y yo éramos los últimos lectores vivos de FWC y así lo comenté de paso en alguna nota periodística pero un día una carta que me llegó desde México me sacó de mi error. La mandaba Carlos Fuentes, entusiasmado al saber que alguien compartía su pasión casi inconfesable por FWC, del que proclamaba haber leído todas sus novelas (lo cual no es poco decir, porque fue autor abundante).

Por cierto, el propio Fuentes es ejemplo de que no basta con adorar un género para ser capaz de aportar algo valioso a él: con el pseudónimo de Enmanuel Matta perpetró unos relatos detectivescos titulados «Los misterios de la Ópera», bastante flojos para decirlo suavemente. En «El problema final» (título de un relato del Sherlock Holmes original , que ningún aficionado desconoce) Pérez-Reverte discurre abundantemente sobre la diferencia entre las novelas-problema, en las que lo que cuenta es averiguar el ¿quién? ¿cómo? y ¿por qué? del crimen y las de género negro, en las que lo principal es el enfrentamiento con los evidentes perpetradores de delitos. Las unas son novelas de misterio (pistas, huellas, coartadas…) y las otras novelas de aventuras (tiros, emboscadas, puñetazos, amoríos…). Líbreme Dios de renunciar a ninguna de ellas y benditos sean ambos modelos.

«La diferencia entre las novelas-problema y las de género negro es el enfrentamiento con los evidentes perpetradores de delitos»

Sabiendo que en las novelas-problema la personalidad del detective es muy importante, el segundo gran Arturo (el primero, él no me lo desmentirá, fue Conan Doyle) inventa una peana muy ingeniosa y eficaz para el suyo. Lo único que cabría reprocharle, si uno es de los que reprochan, es que reitera hasta el hartazgo la protesta de Basil de que él es actor y no investigador, lo cual por cierto desmiente con sus actos a cada paso. Mientras leía y disfrutaba  la estupenda novela del cartagenero, con su reivindicación de la narración de misterio a lo Sherlock Holmes o Poirot que refrendo fervorosamente, me dio por recordar un par de novelas de ese tipo que acabo de gozar. Su disparidad demuestra la gloriosa variedad de modelos que admite ese género que los aburridos vocacionales suelen considerar monótono. 

La más reciente es Sur la dalle (Sobre la losa), una novela de Fred Vargas que acaba de aparecer. Ya empezábamos a impacientarnos los fervientes seguidores de esta autora inconfundible porque hacía seis años de su novela anterior, si no me equivoco el plazo más largo entre dos de sus libros. La espera, desde luego, ha merecido la pena. Sur la dalle presenta todos los rasgos característicos de las narraciones de Vargas, su mezcla de costumbrismo relajado y elementos increíbles pero contados de un modo extrañamente verosímil, sus personajes pintorescos que enseguida se nos hacen familiares, su humor medio surrealista que a veces resulta casi adolescente. En esta novela, el motivo del criminal es de lo más sorprendente, seguro que desde luego nunca antes ha figurado en este tipo de relatos. Pero como siempre lo más imborrable es la figura del comisario Jean-Baptiste Adamsberg, el policía menos convencional de todo el orbe. A la vez indeciso e infalible, nebuloso y preciso, que parece distraído y no pierde detalle, sentimental en nimiedades pero que puede ser a veces implacable, siempre rodeado de su equipo de auxiliares tan idiosincrásicos como él mismo, que le adoran y a la vez le llevan la contraria siempre que pueden. Las novelas de Vargas no sólo capturan al lector por su intriga y lo bien urdido del enigma que no se desvela hasta el final, como es de rigor, sino por lo entretenido de su ritmo y su tono, por sus tramas menores que se hacen adictivas y son tanto mejores cuanto menos tienen que ver con el relato principal. La forma de contar de Fred Vargas gustará más a unos, entre las que me encuentro, y menos a otros pero lo seguro es que no se parece a las demás. Quienes nos apasionamos con ella no tenemos más remedio que ponernos a esperar en cuanto acabamos su libro otros seis años o los que hagan falta…

La otra novela es muy anterior, de 1933, y cayó en mi poder hace poco, en una de mis rituales expediciones a Hatchards después de un buen día de carreras en Epsom o Ascot. Se trata de «Jumping Jenny» de Anthony Berkeley, uno de los escritores más inteligentes que se han dedicado al género detectivesco. De Berkeley (que también firmó como Francis Iles y A. Monmouth Platt) recordaba su obra más difundida y célebre, «El caso de los bombones envenenados», de la que acaba de aparecer otra buena traducción al castellano en la meritoria editorial Who. Pues «Jumping Jenny» me ha parecido todavía mejor. Ya saben que las novelas actuales de tipo policial tienen que incluir siempre un serial killer: lo que Agatha Christie o Dorothy L. Sayers conseguían con una sola víctima los autores de hoy necesitan para lograrlo media docena de fallecidos violentos…¡y por lo general tampoco lo consiguen! Pues bien, en la novela de Berkeley no hay más que una muerte y ni siquiera está claro que sea un crimen. Sabemos o creemos saber desde el principio lo que ha pasado y sin embargo permanecemos intrigados y perplejos hasta el final. Una joya llena de humor y picardía narrativa.

El otro día vi en televisión una entrevista a Arturo Pérez-Reverte con motivo de su último libro. El periodista le hizo una de esas preguntas imposibles pero que no hay más remedio que tratar de contestar: ¿cuáles son sus tres novelas policíacas preferidas? Arturo contestó, casi sin pensar, las dos que más amo yo también: El sabueso de Baskerville y El asesinato de Rogelio Ackroyd. Luego, hizo una pausa…Desde mi butaca yo le soplaba como si pudiera oírme: «¡Poe, Poe!». Por fin dijo: Los crímenes de la calle Morgue. Suspiré aliviado: todo estaba en su sitio, todo encajaba como en un buen relato detectivesco.


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